Debí haberme dado cuenta la primera vez que visité el departamento. Pero eran las 8 de la noche, a esas horas no te parecen extrañas las luces encendidas. La señora que me recibió -hermana de la dueña del departamento- parecía un clon de la
Tía May. Alta, delgada, como de 65 años, de rostro afable, con el cabello gris recogido en chongo, y un humeante
Delicado entre sus dedos. Yo no parecía
Peter Parker, yo buscaba un departamento al que mudarme lo antes posible, y el precio me pareció razonable, el espacio suficiente -aunque pequeño-, y, sobre todo, pensé en mi intimidad. Soy muy celoso de ella. No me agradan las miradas de los vecinos cuando llevo amigas, o al día siguiente de una borrachera; mucho menos me agrada la posibilidad de que perciban el olor de la marihuana. Me gustan los departamentos donde a los vecinos te los encuentras sólo por casualidad, sobre todo si son tan evasivos como yo. Aquí, me comentó
Tía May, los vecinos ya son todos gente mayor que lleva viviendo en el condominio más de 20 años. Muy tranquilo todo. Es como si no hubiese nadie. No hay niños, ni adolescentes, si acaso una joven pareja que acababa de rentar el departamento de al lado, dijo.
Empecé a sospechar que algo no estaba bien en el condominio a la tercera semana. Noté que todos los vecinos dejaban encendidas las luces por la noche, hasta entrada la madrugada. Se escuchaban gritos, discusiones, forcejeos, ruido de televisor y electrodomésticos, abrires y cerrares de puertas, pasos. También noté que por las mañanas nadie daba señales de vida. Como trabajo de día no supe entonces que el edificio se quedaba asi, en silencio, hasta entrada la noche. Comencé a desesperarme. Y no tanto por el ruido, que además era suficiente para fastidiar a cualquiera, sino porque sentía que me robaban la escencia de mis insomnios. ¿Qué gusto hay en llevar una vida nocturna cuando todos la viven así? ¿Dónde está el placer de esa supuesta transgresión cuando sientes que no hay diferencia entre los habitos de tu vecino de 60 años y los tuyos? Entonces me valió madre. Cuando cogía lo hacía con las ventanas abiertas, sin importarme que en el patio pudieran escucharse los gemidos a plena tarde; subí el volúmen a la música; empecé a
quemar sin tomar precauciones. Qué me importa, pensé, a ellos no les importa que yo tenga que levantarme a las 6 de la mañana para ir a trabajar.
Entonces los fui conociendo. Todos parecían tener más de 70 años. Se movían lenta y trabajosamente; eran gruesos y altos; tenían mirar fijo y turbio. Apenas me hablaban. Que se jodan, pensé. Aunque debo admitirlo: comencé a preocuparme, bien podían organizarse para correrme del condominio, podían firmar una carta dirigida a quien mandes y digas, contándole de mis excesos y lo molesto que era yo como vecino. Imagine policias forzando la puerta del apartamento, incluso supuse que un día encontraría mis pertenencias tiradas en la calle, y la cerradura cambiada para evitar mi entrada. Nomás atrévanse putos, pensé. Imaginaba también que en cualquier momento uno de esos vetustos tocaría a mi puerta para reclamar por los gemidos/ruidos/olores/etc, que salían del apartamento. Que venga, me decía, aquí lo espero al cabrón, quiero ver que me diga algo.
(to be continued)